Hace un año, Rubén Baraja se convirtió en el entrenador del Valencia.

La situación era límite. El conjunto che no ganaba a nadie y las posibilidades de descender a Segunda División eran demasiado reales.

Verle en el banquillo, en aquel momento, era algo agridulce. Por un lado, la alegría de tener como entrenador a alguien que representa tanto para el valencianismo y, por otro, la sensación de que llegaba en el momento menos indicado.

El que firma este artículo, por qué no decirlo, no estaba convencido con su llegada. Ver al Valencia caer a Segunda con un ídolo de la infancia y una de las mayores leyendas del club al frente sonaba a un desenlace demasiado cruel.

Ahora, aunque seguimos viviendo un Valencia sin rumbo y totalmente abandonado por la mayoría accionarial de Peter Lim, el Pipo está siendo capaz de que el temor del descenso sólo se conjugue en pasado y que el aficionado che se sienta orgulloso cada vez que compite el Valencia puesto que, eso es lo que ha conseguido, que se compita siempre. Y eso, viniendo de donde venimos y, con las pocas armas que le han otorgado al vallisoletano, ya es un éxito.

A fin de cuentas, ganar con Baraja como entrenador, es una doble victoria. La que supone el triunfo y la que supone hacerlo con una leyenda valencianista a los mandos.

Ojalá Rubén Baraja cumpla muchos más años como entrenador che y, ojalá, sea capaz durante mucho más tiempo de seguir bordeando con tanto acierto esa línea que divide el Valencia CF destruido por Peter Lim y el Valencia CF de su increíble y sufridora masa social.

El sueño de cualquier valencianista es que la pesadilla Peter Lim termine pronto y que sea Rubén Baraja el que nos devuelva al sitio que le corresponde a la entidad del murciélago.